Si yo tuviera que hablar de tres poetas del siglo XX que fueron de enorme influencia en toda la literatura española posterior, sin duda alguna citaría a Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez y Miguel Hernández.
De este último ya os invité a un poema el primero de nuestros lunes poéticos en el Jimena, "Tristes guerras".
De Juan Ramón podría casi haber escogido cualquiera, pero el amor es siempre tan recurrente para los chicos de estas edades que me saltaron todas las alarmas cuando buscaba un poema de este autor de la denominada Generación del 14. "El amor ¿a qué huele?"
Juan Ramón Jiménez nace en Moguer en 1881. Dice Juan Ramón de sí mismo: Mi padre era castellano y tenía los ojos azules; y mi madre, andaluza con los ojos negros. La blanca maravilla de mi pueblo guardó mi infancia en una casa vieja de grandes salones y verdes patios. De estos dulces años recuerdo que jugaba muy poco y que era gran amigo de la soledad.
Triste Juan Ramón, triste infancia, tristes alas las de su pluma, triste vejez, triste muerte, triste despedida la de su amor, Zenobia.
Al morir su esposa, la que fuera su gran amor, Zenobia Camprubí, escribiaría el poeta:
...y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando,
y se quedará mi huerto con su verde árbol
y con su pozo blanco.
Todas las tardes el cielo será azul y plácido,
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las esquilas del campanario.
Se morirán los que me amaron
y el pueblo se hará nuevo cada año
El poema de esta semana habla del amor. Pero nos ofrece una visión positiva del sentimiento: primaveral, tierna. Amor romántico, mágico. Casi, casi como cualquier amor:
El amor ¿a qué huele? Parece, cuando se ama,
que el mundo entero tiene rumor de primavera.
Las hojas secas tornan y las ramas con nieve
y él sigue ardiente y joven oliendo a la rosa eterna.
Por todas partes abre guirnaldas invisibles,
todos sus fondos son líricos -risa o pena-,
la mujer a su beso cobra un sentido mágico
que, como en los senderos, sin cesar se renueva...
Vienen al alma músicas de ideales conciertos,
palabras de una brisa liviana entre arboledas;
se suspira y se llora, y el suspiro y el llanto
dejan como un romántico frescor de madreselvas.
(Juan Ramón Jiménez)